Artículo de Germán Rodas Chaves para Diario El Comercio *
13 de enero de 2019
El galeno francés Esteban Gayraud fue llevado con apremio para que auxiliara al Presidente. No obstante Gayraud solo pudo constatar que Gabriel García Moreno había fallecido. Luego, en una especie de contrasentido con la vida, le correspondió al propio Gayraud -quien fuera traído al país en 1873 por el mentado Jefe de Estado para que reorganizara la Facultad de Medicina e introdujera las cátedras de cirugía y anatomía- realizar la autopsia de la víctima.
El 6 de agosto de 1875, con el crimen producido en el atrio del Palacio Presidencial, concluyó la etapa “garciana” y se abrió paso otro momento de la historia nacional -de extrema polarización entre liberales y conservadores- en cuyo contexto, el 30 de marzo de 1876, precisamente el Viernes Santo, ocurrió el envenenamiento del arzobispo de Quito, Ignacio Checa y Barba.
Al iniciarse la segunda década del siglo XX, el fin del período liberal radical -el de los montoneros- ocurrió de manera manifiesta cuando el 28 de enero de 1912 se asesinó cruelmente al general Eloy Alfaro. Este magnicidio político que recorrió las calles de Quito en medio del desenfreno, dio paso a la instauración del liberalismo plutocrático que engendró, entre otros regímenes, al de José Luis Tamayo (1920-1924).
Tamayo, mediante un telegrama enviado al Jefe Militar de la Zona de Guayaquil -cuando los trabajadores de esa ciudad venían promoviendo una serie de protestas para reclamar sus derechos- le ordenó a la máxima autoridad de la ciudad portuaria que “cueste lo que cueste, la tranquilidad debe volver”, disposición que dio paso a la represión oficial que provocó, el 15 de noviembre de 1922, decenas de muertes y cuyo regicidio pretendió ser encubierto desde el poder, lanzando los cadáveres al río guayaquileño.
Este asesinato colectivo que ha sido perpetuado como el día en el cual se esparcieron “las cruces sobre el agua” -a propósito del título de la novela que sobre este martirologio publicara en 1946 el escritor Joaquín Gallegos Lara- aún taladra la conciencia nacional debido a la violencia promovida desde el mando máximo del gobierno. Como consecuencia, y a contrapelo, se constituyó este crimen colectivo en uno de los factores para abrir el camino a las ideas de cambio estructural en el país.
A propósito de estos cuatro sucesos históricos, debo señalar que el crimen político en nuestro país -practicado unas veces desde el Estado y desde el poder; puesto en marcha en respuesta primaria a la confrontación ideológica, religiosa y cultural; a fin de impedir la información sobre sucesos de complejidad extrema; con la intención gubernamental de no perder el control y asegurar su supervivencia; como efecto de la irracionalidad en la lucha política, entre otros factores- ha sido tratado, en algunos casos, con una dosis de subjetividad, pues ha habido un denuedo proclive a sugerirnos que las víctimas que cayeron abatidas fueron, exclusivamente, el corolario de atmósferas de fanatismo, de dogmatismo e intolerancia, y no la secuela, adicional, de las profundas contradicciones sociales, como efectivamente nos han demostrado estas mismas circunstancias históricas, cuando las hemos abordado siguiendo otras huellas.
La digresión anterior es significativa, pues existen estudios -e incluso algunas biografías de las víctimas de los crímenes políticos- que nos han propuesto que tales acontecimientos han ocurrido a partir de algunos cánones, como los que afirma Nietzsche, que rotulan que los trances políticos que aparentan ser tenebrosos y no válidos, tan solo enuncian la voluntad de aislar a los adversarios. Si bien esta es parte de la realidad, no cabe duda de que es una ecuación incompleta, porque deja de lado dos circunstancias esenciales de la confrontación política, que son la lucha -sin reparos y a veces sin límites- por acceder o defender el poder y el interés manifiesto, en medio de esta confrontación, por ejercer la hegemonía.
En efecto, la lucha por el poder -que puede seleccionar tácticas diferentes, incluidos el de la violencia- es el más importante componente que desencadena el crimen político. toda vez que por este medio se busca no solo afectar a alguien o a algunos, sino lograr, a toda costa, la derrota de los adversarios, procurando que, al mismo tiempo, el predominio del “vencedor” imponga nuevas ordenaciones en todos los campos posibles.
Por todo lo dicho, investigar con madurez y certeza los entornos históricos de los asesinatos políticos -y por lo tanto sustituir la narrativa de los episodios trágicos que, como parte del anecdotario político ecuatoriano, se construyeron en la fragua del pensamiento epistémico positivista- ha sido una deuda muy sentida en la historiografía nacional.
En este orden de cosas, la circulación del libro publicado por la Universidad Andina y Dinediciones titulado ‘El Poder y la Muerte’ -editado y coordinado por el historiador Enrique Ayala Mora en el marco de una investigación iniciada por él hace algunos años- y que concierne al período de 1830 a 1959, tiene significativa trascendencia, puesto que nos ayuda a advertir con rigurosidad el carácter de los crímenes políticos y sus reales contextualizaciones históricas. El libro en referencia, además de los artículos de Ayala Mora, cuenta con la inclusión de varios textos -sobre diversos homicidios políticos- sistematizados apropiadamente por diferentes estudiosos y académicos invitados a aportar en el objetivo central de esta publicación.
Un segundo volumen sobre los crímenes políticos en el país, próximo a aparecer y también dirigido por Ayala, abarcará los sucesos del ‘Poder y la muerte’ concernientes al período de 1960 al 2018. Allí constarán las culpas ocurridas en las dictaduras de los años 60 y 70 que sacrificaron, por ejemplo, la vida de los dirigentes estudiantiles Lenin Reyes y Rafael Brito o que dieron paso a lo que se denominó la “masacre obrera de Aztra” y que, además, provocó el asesinato del dirigente político Abdón Calderón Muñoz. También se tratará –cuando el Ecuador retornó a la democracia electoral- sobre la desaparición nunca esclarecida del presidente Jaime Roldós; respecto del crimen del dirigente social Jaime Hurtado; la muerte del shuar José Tendetza; el asesinato del general Gabela, los sucesos alrededor de lo que se conoce como el 30-S y el brutal homicidio, acaecido hace poco, en contra de los tres miembros del equipo periodístico de EL COMERCIO, víctimas, en el cumplimiento de su deber, de una atmósfera enrarecida a causa del conflicto político colombiano, que ha durado más de medio siglo y que fue modificándose -en relación a su orígenes- y perturbando otros espacios, más allá de su hábitat inicial.
En medio de todas estas condiciones, el estudio de los crímenes políticos en el Ecuador irrumpe en la escena nacional como circunstancia manifiesta que nos insinúa que nuestra realidad es más compleja que lo que hasta hoy hemos advertido y que el desentrañar otros escenarios debe servirnos, adicionalmente, para andar sin sombras y, como es indispensable en este caso, en plena correspondencia con la advertencia de André Malraux: “Todo estudio sobre la muerte debe hacernos reflexionar, además, sobre el valor de la vida en cualquier circunstancia”.
* Historiador y académico