En plena entrevista radial, desenfundó el arma y se inmoló

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Artículo de Germán Rodas Chaves para Diario El Comercio*

28 de abril de 2019

Aquel domingo llegó a la radioemisora con estricta puntualidad, a fin de atender una entrevista pública que, como en otras oportunidades, tuvo una formidable audiencia, pues sus opiniones fueron seguidas siempre con enorme expectativa. Cuando se había desarrollado gran parte de la conversación, le averiguó el periodista si se reafirmaba en sus acusaciones en contra del régimen, a lo cual el interpelado dijo que sí, y que a manera de evidencia de que sus actos -y particularmente su lucha anticorrupción- eran irrefutables, más allá de que tuviera o no las pruebas en ese momento, estaba dispuesto a morir.

Luego de articular una arenga para que el pueblo cubano “se despertara, se levantara y anduviera” y de advertir, adicionalmente, que esperaba provocar un “aldabonazo” en la conciencia de su país, el ­político desenfundó el arma y se disparó.

Este suceso ocurrió el 5 de agosto de 1951 en La Habana, en los estudios de la Radio CMQ, en donde fue entrevistado el político cubano Eduardo Chibás, quien no solo se había enfrentado a la dictadura de Gerardo Machado -particularmente a su segundo mandato (1927-1933)- sino que, posteriormente, combatió con energía y pasión la corruptela del Gobierno que se inició en 1951 al mando de Carlos Prio Socarrás, el mismo que fue defenestrado por el sargento Fulgencio Batista en 1952. Años más tarde -a propósito de las incongruencias de la vida- el expresidente Prio Socarrás también se suicidó; tal contingencia acaeció en Estados Unidos de Norteamérica el 5 de abril de 1977, en donde el aludido ­expresidente residió sus últimos años.

En referencia al pistoletazo del cubano Chibás, cabe señalar que su muerte constituyó un suicidio político evidente. Se inmoló defendiendo sus tesis y su lucha en contra del asalto a los dineros de su país, así como exhortando, hasta el minuto final de su vida, a su pueblo para que asumiera un papel protagónico para sanear la sociedad de aquellos años, asfixiada por el abuso y la rapiña. Tal petición significó, a contrapelo, proponer que los cubanos renunciaran a cualquier postura de indiferencia con el drama de su patria.

Otros suicidios, como el descrito, han ocurrido en el mundo a manera de martirologio para defender las ideas y los principios. En efecto, y como una constatación de lo expresado, debemos recordar el suicidio político del presidente chileno José Manuel Balmaceda (1840-1891), quien gobernó entre 1886 y 1891, en medio de la intensa confrontación entre aquellos que defendían el presidencialismo y el parlamentarismo -como trasfondo de la disputa entre liberales y conservadores-, circunstancia que precipitó la guerra interna que favoreció, entonces, a los conservadores.

Derrotado política y militarmente, el presidente liberal Balmaceda, luego de los sucesos que se atizaron cuando firmó el presupuesto del Estado sin la aprobación del Congreso, el Gobernante chileno abandonó el Poder y pidió asilo en la Embajada de Argentina en su país. Allí se suicidó el 19 de septiembre de 1891, a manera de réplica política frente a la realidad de los acontecimientos que le dejaron inerme ante sus adversarios y sin posibilidad alguna de ejercer su cargo de acuerdo con sus convicciones doctrinarias.

Siguiendo este mismo difícil derrotero, no cabe la menor duda de que la autoinmolación del presidente brasileño Getulio Vargas (1883-1954) constituyó otro suicidio de tinte político, puesto que luego de haber gobernado en varias oportunidades al Brasil -entre 1930 y 1945, año en el que fue derrocado- promovió, con invariable sello populista, su imagen y su proyecto político en la escena de su país, al punto que con el apoyo de importantes sectores sociales, inició un nuevo mandato presidencial en 1951.

No obstante, las fuerzas retrógradas hostigaron a Vargas desde el inicio de su Gobierno, al extremo de encontrarse seriamente amenazado por un estallido golpista que pretendía rendirlo políticamente por segunda oportunidad. La situación fue tal que, como respuesta a este escenario, Getulio Vargas se suicidó el 24 de agosto de 1954 en el despacho de la Presidencia de la República, en pleno ejercicio de su cargo, dejando una carta-tes­tamento que tradujo sus cuestionamientos severos al contexto y, también, su reclamo por “la incomprensión de los sacrificios acumulados en favor del pueblo”.

En este breve recuento de azarosos acontecimientos, los sucesos del 11 de septiembre de 1973 igualmente han dejado en la historia una profunda huella, puesto que el presidente chileno Salvador Allende (1908-1973) se quitó la vida cuando los militares decidieron poner fin a su régimen –de manera violenta y en medio de la asechanza y el crimen–, lo cual se constató en el bombardeo al Palacio Presidencial de La Moneda y con la persecución a miles de seguidores de la Unidad Popular. El suicidio del socialista Allende fue una respuesta política, en medio de tales circunstancias, a una atmósfera que de manera ­progresiva violentó la ­disputa democrática y toda po­si­bilidad del debate civilizado de las ideas.

El suicidio político, en las circunstancias descritas -y en otras tantas y similares que han ocurrido en el tránsito vital del género humano-, se ha cometido como un acontecimiento extremo frente a las derrotas militares, ideológicas y políticas; como un escudo para no transgredir -en medio de la perversidad del vencedor- con las fortalezas ideológicas; a fin de no exponerse a vejámenes públicos y, también, para exhibir, con el sacrificio, la solidez de las convicciones. Empero, debo afirmar que las consideraciones expuestas, no se allegan en modo alguno a la modulación trágica y vitalista simplificada por Nietzsche, cuando afirmó que “uno debe morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo”.

Más allá de los sucesos fatales que he descrito, también es importante abordar aquellas determinaciones de suicidio que han ocurrido debido al hallazgo de conductas inadecuadas en el poder o en la “carrera política”, y que en más de una ocasión han verificado los signos de la corruptela y los vericuetos de la defección de ciertos ciudadanos, dedicados a la tarea pública con el fin de obtener prerrogativas personales.

Ese suicidio -que no es político sino de “una variedad de políticos”- se constituye, por lo tanto, en un mecanismo para evadir las responsabilidades y para no enfrentar a la verdad de los hechos y a la justicia. Constituye, pues, el pleno reconocimiento de las incorrecciones, como aconteció con Roh Moo-Hyun, el expresidente de Corea del Sur que dirigió su país entre el 2003 y el 2008 y quien terminó con su vida en mayo del año 2009, luego de haber aceptado que había recibido sobornos mientras administró su Gobierno.

Sin embargo, en los distintos casos referidos en estas líneas, hay una sutil realidad -casi imperceptible- que se desplaza paralelamente a la responsabilidad e intrepidez de quien acaba con su vida y que se refiere a la vehemencia de los individuos por trascender, en los registros históricos, por encima de los contextos, comportamiento que, por las excesivas brumas, no descubre a tiempo -o no le interesa advertir- lo que afirmó el francés Emilio Herzog: “La vida y tu historia también es lo que sucede mientras sigues ocupado con tus sueños, luchas y caídas…”.

*Historiador y académico.