Artículo de Germán Rodas Chaves para informe Fracto- México
El 16 de abril de 1930, la revista peruana Amauta, que desde el día 9 de ese mismo mes y año había informado diariamente sobre el crítico estado de salud de José Carlos Mariátegui, dio a conocer de su muerte con estas palabras: “el más grande cerebro de América Latina ha dejado para siempre de pensar…”
Mariátegui, nacido en un humilde hogar en 1895, vivió una vida de privaciones que prontamente lo alejaron de sus estudios. A los 14 años trabajó como alza-rejones en un periódico. Su formidable talento, cultivado por las constantes lecturas, le permitió que tempranamente se dedicara a la actividad periodística.
Con el autor de los Heraldos Negros, -el poeta César Vallejo- fundó en 1918 la revista Nuestra Época. Desde 1919 fue redactor del diario La Prensa y, luego, de los diarios El Tiempo y La Razón.
En 1918 Mariátegui participó en la fundación del Partido Obrero-Campesino, organización de la cual sería su Secretario General. Entre 1919 y 1923, vivió en Europa, en cuyo entorno se nutrió, con ímpetu y persistencia, del pensamiento de la izquierda política de aquel período. A su retorno al Perú se integró al APRA, partido fundado por Raúl Haya de la Torre, militancia de la cual se alejó, en 1928, cuando cuestionó severamente la presencia de la corriente populista que había irrumpido en las filas Apristas.
Distanciado de Haya de la Torre y a tono con sus concepciones de cambio social, Mariátegui fundó la revista Amauta, la misma que publicó un total de 29 números. Tal revista tuvo dos etapas plenamente definidas: la primera correspondió a una conducta ecléctica de sus redactores, mientras que en la segunda etapa asumió un claro compromiso militante socialista.
Mariátegui puso toda su pasión intelectual en Amauta, más allá de que sus libros tradujeron, con rigurosidad, la situación estructural del Perú de aquel entonces y respecto de cuya realidad el talentoso peruano alcanzó una aprehensión histórica inobjetable. Sus “Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana”, publicados en 1928, evidencian plenamente mi afirmación.
La vida de Mariátegui fue difícil y llena de privaciones; además sus concepciones políticas lo alejaron de sus iniciales amigos -una demostración de intolerancia de la época- y adicionalmente su salud quebrantada desde su infancia, le obligó a llevar a cuestas una dolencia física en una de sus piernas, lo cual le impidió, de a poco, el desenvolvimiento adecuado en sus actividades cotidianas.
De su trajín humano, fecundo y riguroso, este autodidacta latinoamericano encontró sus mejores años en su permanencia de cuatro años en Europa.
En efecto, Mariátegui vivió, inicialmente, en París, en el barrio latino, y allí conoció a Barbusse, el autor de El fuego. Se dedicó en la tierra Gala al estudio de las categorías de la dialéctica Hegeliana y, posteriormente, de la Marxista. En la misma ciudad luz asistió, con deseos de anhelante aprendizaje, a las sesiones de la cámara de diputados, cuyos debates impresionaron señaladamente a nuestro personaje.
Después de una larga permanencia en la capital francesa –entorno que le cautivó y que le sedujo para que pudiera componer, asimismo, gran parte de su obra poética- se trasladó a Italia en donde conoció a Ana Chiappe Lacomini, quien luego fue su compañera de vida. Ana, una mujer inteligente y ardiente, como todas las florentinas, le acompañó en las alegrías y en las tragedias, esas asimetrías que nos tiene deparada la vida a los inquilinos que habitamos en ella. Tal circunstancia se expresó cuando José Carlos tuvo que ser amputado en 1924 de su pierna enferma, tragedia que pudo superarla –hasta donde es posible superar una situación como ésta- debido el apoyo excepcional de su mujer y, adicionalmente, gracias a la consistencia de temperamento del pensador peruano.
Por ello se comprenderá que Mariátegui le dijera a Ana: “Renací en tu carne cuatrocentista como de la Primavera de Botticelli. Te elegí entre todas porque te sentí la más diversa y la más distante. Empecé a amarte antes de conocerte. Siento que la vida que un día te ha de faltar, a de ser porque me la has dado…”
Los tiempos de su estancia en Europa le permitieron transitar por el camino de las perseverantes enseñanzas y, entonces, con el corazón lleno de amaneceres volvió a su Patria para luchar por sus ideas, transitando, así, un sendero que hasta entonces había sido desconocido por muchos de los latinoamericanos que no se incomodaban al repetir axiomas o consignas, -y a veces a hasta ecuaciones políticas- que no correspondían con la realidad de nuestra región.
Valga decir, entonces, que Mariátegui retornó del viejo continente –en cuyo entorno, desde la reflexión ideológica, comparó las características estructurales de su país y las vicisitudes europeas- para decir a los suyos y a los de la patria latinoamericana, que era menester cambiar el orden injusto, pero que aquello sería posible si se pensaba con cabeza propia, a partir de interpretar la realidad de nuestros pueblos y de construir una sociedad nueva “sin calco ni copia, sino como creación heroica”, enseñanza que se vuelve indispensable recobrarla invariablemente si queremos ser auténticos en cualquier lucha social y, aún, en aquellas osadías propias de la subjetividad humana.