Artículo de Germán Rodas Chaves para Diario El Comercio
La embarcación arribó a Guayaquil el último día del mes de agosto. Las noticias de su presencia en la ciudad portuaria se volvieron constantes, fundamentalmente a propósito del rumor que dio cuenta que, en los primeros días de septiembre, había muerto el Capitán de tal navío y que, asimismo, en análogas fechas, unos cuantos marineros que llegaron en la embarcación también habían perecido a consecuencia de una enfermedad que de manera creciente comenzó a propagarse en la citada metrópoli ecuatoriana. Corría entonces el año de 1842.
El bergantín referido en el párrafo anterior llevaba el nombre de ‘Reina Victoria’ y había atracado el 22 de marzo en el puerto de Guayaquil, desde donde zarpó rumbo a Panamá el 1 de julio de 1842. Dos meses después retornó a su lugar de partida -como ya lo he señalado- el 31 de agosto del mismo año. La tarea de esta embarcación en el viaje aludido estuvo relacionada con la actividad comercial.
No obstante, en su retorno a Guayaquil, el ‘Reina Victoria’ -junto con las mercancías y la tripulación- trajo consigo un silencioso acompañante -sigiloso enemigo- que fue identificado, mucho tiempo después, como el causante de la fiebre amarilla.
La temida enfermedad pandémica del siglo XIX no fue reconocida oportunamente en Guayaquil. Tanto es así que en una de las sesiones del Cabildo guayaquileño, efectuada en los primeros días de septiembre de 1842, se trató como asunto anexo a los temas del orden del día. Y “frente a los rumores de la presencia de una enfermedad febril” -a la cual algunos prestigiosos médicos del medio habían comenzado a identificar como la fiebre amarilla- se dispuso, como una diligencia más, la inspección sanitaria de las embarcaciones ancladas en el Puerto, para salir de cualquier duda o preocupación.
Luego de tal inspección, el médico responsable elaboró un informe en el cual aseveró que la ciudad no estaba siendo arremetida por la fiebre amarilla, sino que se había presentado una enfermedad que “correspondía a una variedad de fiebre estacional”, común en las épocas de lluvia. Este informe fue impugnado públicamente por el médico Juan Bautista Destruge.
En efecto, la equivocación en la diagnosis por parte del médico encargado de la inspección -equivocación reconocida posteriormente por el propio galeno, que cayó en el error- favoreció el contagio de la enfermedad, debido a que se demoraron las acciones profilácticas para impedir la contaminación de los ciudadanos.
Ante los escenarios comentados, el gobernador de la provincia del Guayas, Vicente Rocafuerte -quien había sido designado en dicha función por el presidente Juan José Flores- se planteó algunas acciones de respuesta, habida cuenta de que la innegable propagación de una enfermedad se cobraba víctimas y traía consigo tragedia y dolor.
La primera tarea fue solicitar a la Facultad Médica -núcleo externo a la Universidad que se creó en el período de la Gran Colombia y que agrupaba a médicos, farmaceutas y cirujanos- que emitiera una evaluación urgente, ante el peligro provocado por la enfermedad que desconcertaba a los guayaquileños. Este informe, entregado hacia finales de septiembre de ese año, ambiguamente señaló que la enfermedad en ciernes podía ser la fiebre amarilla.
Con el referido informe en las manos, Rocafuerte citó a los médicos para establecer acciones concretas que pudiesen aplacar la expansión de “la enfermedad febril”. El 1 de octubre de 1842, los galenos guayaquileños propusieron, por escrito, algunas normas preventivas, que se enmarcaron en los conceptos del clásico higienismo europeo, particularmente de la escuela de pensamiento médico francés.
La planificación y organización de las actividades de limpieza de la ciudad y la búsqueda del compromiso comunitario para estas labores recomendadas, se desarrollaron en octubre, al propio tiempo que la ciudad -sin la preponderancia de otros momentos- recordaba su independencia, producida en 1820.
En este contexto, luego advinieron los meses de noviembre y de diciembre, periodo de mayor recrudecimiento de la pandemia, que provocó adicionalmente una importante migración poblacional que en su huida buscó alejarse de la muerte, dejando en su escape todo. Absolutamente todo.
En aquellos meses fatídicos, ya hubo plena conciencia de que la pandemia correspondía a la fiebre amarilla, debido a lo cual se comprendió que era indispensable llevar adelante, en marcha acelerada, la limpieza general de la ciudad y de las viviendas, así como instruir a los ciudadanos sobre su cuidado personal, procedimiento único en esa época, pues el descubrimiento de la vacuna ocurrió tan solo en el siglo XX.
Así pues, para enfrentar la pandemia se dictaron reglamentos específicos para impulsar una serie de normas vinculadas con la desinfección ambiental, en cuyas tareas las autoridades del Cabildo asumieron la dirección de la limpieza de Guayaquil que, para tal efecto, fue dividida en seis zonas de atención.
En cada uno de estos espacios citadinos se procedió a lavar a diario las calles, labor en la que la participación de la población fue significativa pero insuficiente, a tal punto que algunos presos -encarcelados por delitos menores- fueron requeridos para que cumplieran las tareas de aseo de la urbe, más allá de haberse procedido al pago, que era más bien una especie de reconocimiento simbólico, a los ciudadanos que, habiendo permanecido en la ciudad, se empeñaron constantemente en tal faena.
La fiebre amarilla abandonó su presencia depredadora en junio de 1843. Diez meses de intensa afectación transcurrieron a partir de su inicial aparecimiento, fundamentalmente, en la ciudad de Guayaquil. Empero, el mes de noviembre de 1842 fue el más trágico, puesto que en ese periodo se reportó un promedio de 25 muertes al día, dato alarmante en una localidad que para aquel entonces bordeaba los 20 000 habitantes.
La pandemia llegó a contagiar a 9 500 personas en Guayaquil -de las cuales perecieron alrededor del 25%- y dejó, tras su paso, también una huella de profunda crisis económica y social. No obstante, desde esta penosa circunstancia la ciudad volvió a reverdecer -lo ha hecho otras tantas veces frente a tiempos adversos- para seguir en la construcción de su historia.